Uruguay es una ciudad sin tiempo, un escenario de la mente, escribe hoy Juan Cruz en El País. Leo el periódico, en realidad varios periódicos, en una terraza. Con una caña sobre la mesa. Acabo de salir de una sesión de masaje en la espalda. Media hora de dedos que tocan, aprietan, acarician, corrigen y duelen, si es el caso.
Me encuentro bien.
Uruguay es una ciudad sin tiempo, escribe Juan Cruz. Un escenario de la mente. Y qué ciudad no. Supongo que Cruz quiere decir que es un bello escenario. O al menos un disfrutable escenario. Sentado en la terraza, con la vista en la prensa, basta levantar los ojos, echar un vistazo alrededor, para asistir a la ceremonia de una tarde plácida y repleta de pequeñas preguntas sin respuestas, ese niño que corretea de un lado para otro, ese matrimonio silencioso, las tres chicas que pasan y sus faldas al vuelo, etc. Un escenario, no hay duda. A las nueve de la noche, un escenario inofensivo y, con probabilidad, menos interesante que el Uruguay trufado de poetas y libros y buena carne y gente con tiempo para hablar del que habla el artículo. O no. Un escenario de la mente. Ok, correcto.
El niño que corretea de un lado para otro se para delante de mí. Me mira leer el periódico. Cuando levanto la vista echa a correr. Se tropieza y se cae al suelo. Está a punto de echarse a llorar. Pero no llora. Se levanta y se marcha.