miércoles, mayo 21, 2008

Sinatra, hace ocho años


Era uno de esos casinos que Martin Scorsese inmortalizó en su película, sólo que estábamos en el año 2000, aquello no era Las Vegas, sino Carolina del Norte, y Sinatra se había marchado con su sonrisa blanca y sus ojos azulísimos hace sólo dos años. Pasaba unos meses en EEUU y alguien me llevó a uno de los últimos casinos en los que había cantado poco antes de morir. Esta semana, en la que hemos cumplido una década sin él, he recordado aquel escenario de sinfonías con ruido de dólar, alfombras imposibles e indios nativos empinando una botella en cada esquina. Eso es lo más cerca que mi mitomanía ha estado nunca, en lo físico, del tipo que se coló de Ava Gardner –y quién no– y la convenció de que debajo del ególatra, el canalla, el mujeriego, había un tipo que merecía la pena hasta cuando estaba sobria.

Al verdadero Sinatra ya es casi imposible liberarlo de la espesa maraña de tópicos que asisten a cualquier icono moderno que alcance su envergadura. El Sinatra cuidadoso, preciso, exquisito, el de unos primeros años cincuenta en los que grabó un puñado de álbumes eternos, tiene en In The Wee Small Hours (1954) su piedra filosofal. Fue ahí, en ese delicioso compendio de swing rebosante, en ese palpitante tratado autobiográfico que habla de noches de insomnio, de silencios y despedidas, de vida, de amor y de muerte, donde la industria discográfica vio nacer el primer disco conceptual de la historia, diez años antes de una hazaña que muchos han atribuido a los Beatles.
Odiaba Sinatra a los periodistas y a los biógrafos, que le inventaban una vida llena de mujeres, alcohol, violencia y euforias, y siempre se quedaban cortos.

Hace esta semana ocho años, cuando ya cruzaba la puerta de salida de aquél casino, un viejo croupier me cogió la mano: “no te puedes ni imaginar cómo era su voz en directo”. Seguro.