y después aquellas interminables charlas como el sueño infinito de un monólogo y aquel noviembre negro como otro sueño de muerte, el espacio donde primero me decías cuándo vas a tratar de publicar todo esto y después estás perdiendo el tiempo demasiado rápido, demasiado despacio y a tí es muy fácil quererte, ya sabes poner la cara apropiada para las cosas inapropiadas. Las sombras apenas intuidas y un concierto de aquel grupo que sólo tocaba versiones de los Yardbirds, y luego, un poco más cerca del final tu Cortázar y tu Faulkner y mi Henry Miller y mi Carver, y sobre todo Borges, y el hospital y aquellos días en los que tuviste fiebre y rozaste los cuarenta y te quedaste pálida y estuvo doliéndote la cabeza durante dos semanas más hasta que empezaste a hablar de ir a visitar a tu hermana y fue cobrando forma la idea de cambiar de lugar las fotos del cuarto y las cruces en el mapa y yo me fui convenciendo de que Sergio y de que Laura, y de que Marta y de que Elena. Otra vez los filamentos y sus razones adornadas y el literal flujo de la tristeza en el cuarto, convertida en agua que recorría las tuberías y nos cercaba las risas y se agarraba a la garganta. A tí no te importaban las tazas ni los posos, eras capaz de pasarte todo el día sin despegar la vista de un libro, no hemos venido para eso, decías, no estamos aquí para recuentos, no somos los pronósticos sino las persecuciones y nosotros somos la comida, no debemos confundirnos, y yo asentía y a veces estabamos de acuerdo y lo celebrábamos a mí manera, que era tan diferente de la tuya, tan diferente.
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