viernes, agosto 25, 2006

Muchos años antes de que Jorge Valdano dijera aquello de que Romario era un jugador "de dibujos animados", otro deportista brasileño de dos metros de altura, coordinado, genial, irrepetible, se ajustaba como un guante a la definición. Era Óscar Daniel Schmidt Becerra, conocido por todo aficionado al baloncesto como, simplemente, Óscar.

En el primer recuerdo consciente que tengo de verle jugar tengo 16 años y en televisión están pasando el concurso de triples que organizaron un año, de forma conjunta, las ligas de baloncesto profesional española, francesa e italiana. Óscar ganó con tanta autoridad y tanta facilidad que me fascinó. Elegante, señorial, anotaba desde detrás de la línea con la misma rutina con la que el resto de mortales respiramos, parpadeamos, hablamos.

Entonces, yo aún no lo sabía, Óscar vivía su carrera deportiva en Italia después de marcharse de Brasil como un leyenda del deporte. Nacido en 1958, había roto todos los registros estadísticos. A los 19 años debutó con la selección absoluta y entró en el mejor quinteto de jugadores de Sudamérica. Óscar Jugó cinco Juegos Olímpicos, de Moscú 80 a Atlanta 96, en tres de los cuales fue el máximo convertidor (le enchufó 32 al Dream Team). Fue medalla de bronce en Filipinas 1978, oro en Indianápolis 1987 tras anotar 47 puntos en la final contra EE.UU., tres veces campeón de Brasil, campeón de la Copa Mundial, récord de triples en un partido ACB, con 11, cinco veces consecutivas máximo anotador de la Liga italiana y primer extranjero en lograr 10.000 tantos en esa competición, máximo anotador de la historia del baloncesto, con 46.723, el primer jugador que anotó en un partido 66 puntos... y así podría seguir durante párrafos.

Al final de su carrera dio el salto a España y jugó en el Fórum de Valladolid dos campañas. Entonces fue cuando le ví en directo. Varias veces. El primer año dio exhibición tras exhibición de anotación y terminó con una media de 42 puntos por partido. Su mecánica de tiro era simplemente perfecta. Nadie se atrevido a poner a su altura a ninguno de los tiradores clásicos de los últimos años, como Reggie Miller, Allan Houston o Perasovic.

La defensa no era su fuerte, y menos al final de su carrera, cuando las piernas pesaban demasiado, pero todos los disculpábamos. Óscar era el carisma, uno de esos jugadores que atraen a las masas, que hacen de los espectadores casuales acérrimos incondicionales de un deporte después de verle jugar.

El equipo jugaba siempre para él. Bloqueos, bloqueos y bloqueos para que recibiera en buenas situaciones de lanzamiento. Podías ver a los entrenadores rivales probándolo todo en vano. Defensas presionantes, mixtas, dos contra uno, cambio en los bloqueos, y leña, claro, siempre mucha leña. Él no se inmutaba. El aro era una piscina, no un lejano agujerito.

Lo mejor quizá era que nunca perdía la compostura. Recuerdo que Isma Santos, del Madrid, en un partido, le hizo una defensa brutal durante los 40 minutos. Santos no atacaba, no veía a sus compañeros. Su única misión era que Óscar no anotara. Era un perro de presa. Y se valió de cualquier arma, muchas irregulares. Óscar metió ese día 50 puntos y el Fórum tumbó en el Pisuerga al Madrid de Sabonis. Al final del partido le dio la mano y se marchó, humilde, camino del vestuario, escoltado por 10.000 gargantas coreando su nombre. La leyenda dice que, durante un entrenamiento, en Valladolid, se picó con un compañero de equipo y se apostaron una cena para ver quién era capaz de anotar más triples, en 50 intentos, desde el centro del campo. Lo echaron a suertes y la moneda dijo que empezaba el brasileño. Anotó 44 de los 50 tiros. Cuando llegó el turno del compañero, ni siquiera lanzó.

Una vez me hice una foto con él. El Fórum jugó un amistoso contra el entonces equipo ACB de Salamanca, el extinto CBS, y yo estaba en el equipo juvenil. Jugábamos antes que ellos y lo ví asomándose al túnel de vestuarios para ver cómo era aquél pabellón que desconocía. Me armé de valor y con la mano le hice el gesto de hacernos una foto. Recuerdo que sonrío como un niño grande, que dijo por supuesto y que fue un momento muy especial. Lo malo es que aquella foto se veló en el carrete, en aquél entonces, cuando no había cámaras digitales, y nunca llegué a verla. Aún así, siempre recuerdo aquella sonrisa.

Lo último que sé de él es que entrena en una escuela de baloncesto en Brasil, que es coordinador de la selección de baloncesto de su país, y que a veces aún juega para matar el gusanillo. Daría cualquier cosa por verle en acción de nuevo, aunque ya tenga casi 50 años. Estoy seguro de que no habrá perdido la puntería.

3 comentarios:

Laura Pando dijo...

Me has puesto un poco...ummm...melancólica. Me quedé pensando en ese pabellón en el que entrenabas cuando él entró y ha dado por pensar en que si por entonces jugabas seguro que ibas a ver los partidos de las chicas, aunque sólo fuera para descojonarte de la risa y de paso hacerte el interesado con alguna que te gustaba... y me ha dado por pensar que seguramente me hayas visto jugar y yo no lo sepa y tú tampoco...He viajado muchas veces a Salamanca, en la liga autonómica y en segunda-B...Fueron buenos tiempos.

Siento el rollo que te acabo de meter...jeje

Un abrazo

Anónimo dijo...

...ya ves, y hace 200 años, cuando yo era una cria y todavía creía en Manitú, siempre pensaba que dios tenía que tener pinta de jugador de baloncesto, no sé, por lo grande que debía de ser según yo, por los saltos tan increibles, como si la gravedad no afectase igual a sus cuerpos, y sobre todo, por sus manos... dios tenía que tener esas manos, seguro...
Un beso, míster.

Anónimo dijo...

ufff que tiempos aquellos... en su ultimo partido yo fui la chica del agua!!!!

maria